sábado, 31 de enero de 2009

Talleres de Meditación


Una de las “fallas” inherentes a la condición humana básica, es la desoladora incapacidad para la satisfacción.
A lo largo de los siglos, sucesivas escuelas filosóficas han ido dando explicaciones a esa condición del ser humanos. Los taoístas lo llaman desequilibrio, los budistas ignorancia, el islam lo entiende como una rebelión contra Dios y la tradición judeocristiana entiende el sufrimiento como consecuencia del pecado original y nuestra separación del estado de fusión armónica con lo divino.
La escuela freudiana lo entiende como el choque entre nuestra naturaleza básica y los mandatos de la civilización, y la junguiana como un desconocimiento del Self.
Los yogis –el yoga es la práctica disciplinada de una unión sagrada- afirman que el malestar humano hace referencia a una falsa identidad.
Sufrimos cuando nos creemos un simple individuo que nos presentamos en solitario frente a los dolores del mundo, ante nuestros miedos, y sobre todo, ante nuestra mortalidad.
La yoga dice que éste sufrimiento es producto de no haber podido hallar nuestro carácter divino que se halla arraigado profundamente en todos y cada uno de nosotros. Ese Ser supremo que mora en lo profundo de nuestro corazón y disfruta de una paz eterna, es nuestra identidad verdadera, universal y divina.
El mismo Cristo, en Juan 10-34, dice: “En la Ley está escrito: Yo dije que vosotros sois dioses”, y una frase del filósofo Epicteto resuma la misma idea: “Pobre desgraciado, que llevas a Dios en tu interior y no lo sabes”.
Quiero decir que, desde el principio de los tiempos hasta nuestros días con los últimos descubrimientos de la física cuántica, los grandes maestros siempre han afirmado que somos Uno con el Todo. Los místicos de todas las religiones y de todos los tiempos al describir sus experiencias, acaban narrando exactamente el mismo suceso. Por lo tanto, toda práctica espiritual es un intento de experimentar nuestra divinidad personal y conservarla para siempre. Todas ellas sostienen que Dios es una experiencia y una presencia. Quizá todos podamos comprender esto, es relativamente sencillo de entender, pero verdaderamente difícil de asimilar: intentemos poner en práctica éste concepto las 24 horas del día, y veremos que no es tan fácil. Nos pasamos la mayor parte de la vida, la mitad de las veces huyendo de alguna molestia, y la otra mitad lanzándonos ansiosos hacia algo que promete un mayor placer.
¿Qué tal si lográramos estarnos quietos y aguantar un poco sin lanzarnos al farragoso camino de la circunstancia? ¿Qué tal si aceptamos la situación, sea ésta la que sea, por una vez en la vida? Estarse quieto. En última instancia, eso es meditar. Sentarse con Eso sin esperar nada, sino sencillamente siendo.
En el fondo todos pensamos que para ser sagrados tenemos que cambiar radicalmente de personalidad, renunciando a nuestra individualidad. A eso los orientales lo llaman pensar equivocadamente. Dicen que la austeridad y la renuncia no tienen ninguna eficacia. En contrario, afirman: Para experimentar a Dios sólo hay que renunciar a una cosa: a la idea de que Dios es independiente de nosotros. Por lo demás, debemos conservar nuestra esencia, nuestra personalidad natural. “El hombre sabio siempre se parece a sí mismo”.
Para encontrar a Dios, hay que abandonar el ajetreo de la mente y las necesidades del ego y entrar en el silencio del corazón. La guía es la suprema energía de lo divino. Según dicen los yogis, y confirma nuestra ciencia occidental, nos movemos siempre en tres estados de conciencia: la vigilia, el sueño, y el sueño profundo. Pero existe un cuarto estado, que neurólogos modernos incluso han logrado comprobar estudiando a yoguis en estado de alta meditación, que es la conciencia en estado puro y abarca a los otros tres. Los yoguis lo llaman turiya, y dicen que de eso se trata Dios. Esa conciencia constante, esa apreciación de la presencia de Dios en nuestro interior, sólo sucede en este cuarto estado de conciencia.
Meditar es dejar de buscar las respuestas en el mundo exterior, es alejarse de la periferia para acercarse al centro, es rogar por la gracia y dejarse llevar, es la sabiduría de galopar entre el libre albedrío y el destino, es diligencia sin garantías, es dar un salto gigantesco desde lo racional hacia lo desconocido, es dejar de ser el director del mundo entero por un rato, es aceptar las cosas como son y quedarse quieto. Es buscar a Dios con la misma diligencia y perseverancia con que buscaríamos a un hijo que se nos ha perdido. Es darnos cuenta que estamos hechos de huesos, sangre y carne, pero también de energía, amor y paz.
Y fundamentalmente, es tener la sagrada experiencia de que Yo Soy Eso.

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